- Origen y territorio de los Puelches
- Un pueblo entre montañas, ríos y desiertos
- Religión y cosmovisión: el espíritu del viento
- Intercambios, alianzas y encuentros con otros pueblos
- El legado puelche: memoria, adaptación y herencia cultural
Origen y territorio de los Puelches
Los Puelches —o “gente del este”, según la traducción del mapudungun puelche— fueron uno de los pueblos nómadas más antiguos de la región surandina. Su territorio se extendía desde las laderas orientales de los Andes hasta las amplias llanuras pampeanas, abarcando zonas de lo que hoy son el sur de Mendoza, el norte de la Patagonia y parte de la provincia de Neuquén. En ese vasto espacio, donde el viento domina el paisaje y las distancias se confunden con el horizonte, los Puelches aprendieron a vivir en equilibrio con un entorno tan bello como implacable.
A diferencia de otros pueblos vecinos más sedentarios o agrícolas, los Puelches desarrollaron una economía de subsistencia basada en la movilidad. Cazaban guanacos, choiques (ñandúes) y otros animales silvestres; recolectaban frutos de algarrobo, piñones del pehuén y raíces comestibles; y aprovechaban los ríos cordilleranos para pescar truchas y percas. Esta vida errante los convirtió en expertos conocedores del territorio, capaces de desplazarse siguiendo las estaciones, el alimento y las migraciones de los animales.
Su identidad no puede entenderse sin su relación con otros pueblos. Al oeste, compartían rutas de caza y alianzas con los pehuenches, habitantes de las zonas boscosas de los Andes; al sur, intercambiaban bienes con los tehuelches; y hacia el norte, mantuvieron contactos con grupos huarpes y más tarde con mapuches, con quienes acabaron mezclándose culturalmente en un proceso conocido como “araucanización”.
Aunque su nombre proviene del mapudungun, los Puelches existían mucho antes del contacto con los mapuches. Su lengua original —hoy perdida— era distinta, testimonio de un linaje propio dentro del mosaico étnico del cono sur. Las crónicas coloniales españolas mencionan a los Puelches desde el siglo XVI, describiéndolos como hábiles cazadores y guías que dominaban los pasos cordilleranos.
Los vientos que soplaban desde la cordillera hacia la pampa no solo marcaban su paisaje, sino también su espíritu. En ellos veían la voz de los antepasados, la fuerza que unía a los vivos con la tierra. Ser “puelche” era, en cierto modo, pertenecer al viento: moverse con él, adaptarse, resistir y nunca perder el horizonte.
Un pueblo entre montañas, ríos y desiertos
El territorio puelche era un mosaico de contrastes: las cumbres nevadas de los Andes, los valles fértiles donde brotaban los ríos, y más allá, las planicies interminables de la pampa, donde el viento sopla sin descanso. En ese paisaje cambiante, los Puelches aprendieron a sobrevivir sin imponerse a la naturaleza, sino escuchándola. Su vida era un diálogo constante con el entorno.
Durante el verano, se desplazaban hacia las zonas altas de los Andes, donde cazaban guanacos y recolectaban frutos silvestres. En invierno, descendían hacia los valles y planicies más templadas, buscando refugio del frío y alimento para sus animales. Esta movilidad estacional no era improvisada: seguía rutas tradicionales conocidas por generaciones, que unían los cursos de los ríos Mendoza, Neuquén y Limay con las lagunas interiores y los pasos cordilleranos.
El agua marcaba su destino. Allí donde había un río o una laguna, florecía la vida y se levantaban los campamentos. Los Puelches eran pescadores habilidosos, capaces de aprovechar los recursos lacustres con redes tejidas con fibras vegetales y huesos tallados. El fuego, siempre encendido en el centro del toldo, era su hogar portátil y su símbolo de continuidad, lo mismo en la cordillera que en el llano.
El guanaco fue su gran aliado: de él obtenían carne, grasa, cuero y huesos para herramientas. Con su piel elaboraban abrigos y toldos resistentes al viento; con sus tendones, cuerdas y lazos; con sus huesos, puntas de flecha y agujas. Ninguna parte del animal se desperdiciaba. La relación con la fauna era de respeto: la caza se acompañaba de rituales y agradecimientos, porque en su cosmovisión el animal entregaba su vida al cazador por voluntad del espíritu del viento.
El paisaje modeló también su carácter. Los Puelches eran silenciosos y resistentes, como las hierbas que crecen entre piedras. Sabían leer las señales del clima, reconocer las huellas de los animales y orientarse con el sol o las estrellas. Su dominio del territorio les permitió convertirse en mediadores naturales entre las culturas andinas y las pampeanas, transportando no solo bienes, sino también ideas y costumbres.
En las montañas encontraron protección; en los ríos, sustento; y en los desiertos, libertad. Su forma de vida, aunque austera, reflejaba un profundo equilibrio con un entorno al que no intentaron domesticar, sino comprender. Allí, entre la inmensidad y el viento, los Puelches edificaron una civilización invisible, sostenida por la memoria y la adaptación.
Religión y cosmovisión: el espíritu del viento
La espiritualidad de los Puelches no se expresaba en templos de piedra ni en ídolos tallados, sino en el silencio del viento, en el rumor de los ríos y en el fuego que nunca debía apagarse. Su religión era inseparable del paisaje: cada elemento natural era una presencia viva, dotada de voluntad y memoria. En su cosmovisión, el mundo estaba poblado por fuerzas invisibles que acompañaban y guiaban a los hombres, exigiendo respeto y reciprocidad.
El viento, que dominaba las pampas y los pasos cordilleranos, era la manifestación más poderosa de lo sagrado. No era solo aire en movimiento: era la voz de los antepasados, el mensajero de los espíritus, la fuerza que une la vida y la muerte. Cuando soplaba con violencia, se creía que los antiguos caminaban entre los vivos. Por eso, antes de emprender un viaje o una cacería, los Puelches ofrecían humo de hierbas o grasa al viento, pidiendo su favor y protección.
El fuego, encendido en el centro del toldo, era otro símbolo vital. Representaba el corazón del clan, el vínculo entre generaciones y el resguardo frente a la oscuridad. Apagarlo sin razón era considerado una ofensa grave. En torno al fuego se narraban las historias de los orígenes, se transmitían los mitos y se recordaban las hazañas de los antepasados. Así, la palabra se convertía en rito, y el relato, en herencia.
La naturaleza entera participaba de esa espiritualidad. Las montañas eran guardianes, los ríos eran caminos sagrados y los animales poseían alma. Matar sin necesidad era romper el orden del mundo. Por eso, tras cada caza, el cazador ofrecía una oración breve y dejaba una pequeña ofrenda al suelo, en agradecimiento. Creían que el espíritu del guanaco regresaba al viento para renacer en otra forma.
El ciclo de la vida y la muerte era visto como una espiral, no como un final. La muerte no significaba desaparición, sino regreso a la tierra y al aire. Los cuerpos se depositaban en lugares elevados o cercanos al agua, para que el alma emprendiera su viaje con el viento y pudiera observar desde las alturas a su pueblo. En ocasiones, se encendían fuegos durante noches enteras para guiar el camino del espíritu.
En esa espiritualidad sencilla y profunda se reflejaba la esencia de los Puelches: un pueblo sin templos ni sacerdotes, pero con una fe absoluta en la armonía del mundo. Creían que quien vive en respeto con el viento, con el fuego y con la tierra, nunca muere del todo, porque su aliento sigue viajando por las pampas eternas.
Intercambios, alianzas y encuentros con otros pueblos
Los Puelches no vivieron aislados. Su territorio —extendido entre los Andes, el Neuquén y las pampas del sur— era un corredor natural de contacto entre culturas. Esa posición geográfica los convirtió en mediadores y comerciantes, en un puente vivo entre las civilizaciones andinas del oeste y los pueblos cazadores del este. Donde otros veían fronteras, ellos veían caminos.
A lo largo de los siglos, los Puelches mantuvieron relaciones fluidas con los Pehuenches, los Tehuelches y los Mapuches. Con los primeros compartían rutas cordilleranas y técnicas de caza; con los segundos, alianzas defensivas frente a las incursiones del norte; y con los últimos, un intenso intercambio cultural que, con el tiempo, transformó su lengua y costumbres. Fue precisamente este contacto con los mapuches el que dio lugar al proceso de “araucanización” del sur, en el que los Puelches desempeñaron un papel esencial como transmisores y adaptadores.
Su economía, basada en la movilidad y el trueque, dependía de estas redes. Intercambiaban carne seca, pieles y productos de caza por maíz, cerámica o herramientas metálicas procedentes de los Andes. Más al este, ofrecían sal, obsidiana o plumas a cambio de frutos y objetos ornamentales. En sus rutas llevaban no solo bienes, sino también historias, cantos y palabras: cada intercambio era también un encuentro de mundos.
El caballo, llegado con los españoles, revolucionó sus rutas y alianzas. Los Puelches fueron de los primeros pueblos de la región en adoptarlo plenamente, convirtiéndose en hábiles jinetes y mensajeros entre los valles y la pampa. Gracias a esta nueva movilidad, ampliaron su influencia y consolidaron su papel como intermediarios en el comercio intertribal. Las caravanas puelches, moviéndose con rapidez entre cordillera y llanura, eran el equivalente de los mercaderes de las antiguas civilizaciones del norte.

En tiempos de paz, estos contactos fortalecieron la identidad del pueblo puelche; en tiempos de conflicto, la pusieron a prueba. Cuando llegaron los conquistadores europeos, los Puelches ya conocían la diplomacia, el intercambio y la guerra. Algunos grupos optaron por alianzas tácticas con españoles o criollos, mientras otros defendieron su independencia con fiereza, trasladándose más al sur o fusionándose con otros pueblos para resistir.
Lejos de ser un pueblo desaparecido en el viento, los Puelches fueron tejido y nudo de la red humana del sur de América. Su capacidad de adaptación, su dominio del territorio y su espíritu comerciante los convirtieron en protagonistas silenciosos de la historia patagónica, artífices de un mundo que unía montañas, ríos y desiertos bajo una misma cultura del movimiento.
El legado puelche: memoria, adaptación y herencia cultural
Aunque las crónicas coloniales los mencionaron menos que a otros pueblos, los Puelches dejaron una huella indeleble en la historia del sur del continente. Su legado no se mide en monumentos ni en ciudades, sino en la memoria del paisaje, en los nombres de los ríos, montes y valles que aún conservan su idioma, y en la forma en que su espíritu nómada sigue latiendo en la cultura patagónica.
Con la expansión colonial y la reorganización del territorio en tiempos de la conquista, muchos grupos puelches fueron absorbidos o reubicados. Algunos se fusionaron con los pehuenches y mapuches, dando origen a comunidades mixtas donde se entrelazaron lenguas, costumbres y genealogías. Otros se integraron a la sociedad criolla como arrieros, guías o baqueanos, conservando en secreto los relatos y ritos de sus ancestros. En cada caso, la adaptación fue una forma de resistencia.
En la actualidad, la memoria puelche sobrevive en fragmentos: en los cantos transmitidos por tradición oral, en los tejidos con motivos geométricos, en los apellidos heredados de antiguos linajes. En los últimos años, diversas comunidades y proyectos culturales han iniciado un proceso de recuperación lingüística y simbólica, reconociendo su papel como uno de los pueblos fundadores del alma patagónica.
Pero más allá de la arqueología o la etnografía, el verdadero legado de los Puelches es su visión del mundo. Creían que el hombre debía moverse con el viento, no contra él; que el territorio no se posee, sino que se acompaña; que cada paso deja una huella en la tierra, pero también una memoria en el cielo. Su forma de vida —equilibrada, libre y respetuosa con el entorno— ofrece hoy una lección profunda en tiempos de crisis ambiental y desarraigo.
Los viajeros que recorren las pampas australes aún sienten su presencia en la vastedad del horizonte. En cada ráfaga de viento parece escucharse el eco de un idioma que hablaba con la tierra, no sobre ella. En ese eco se resume el legado puelche: una civilización sin murallas, cuyo templo fue el cielo y cuya ley fue el respeto por la vida.