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Tras la última frontera

Gaspar de Portolá

  1. Biografía de Gaspar de Portolá
  2. El difícil gobierno de Gaspar de Portolá ente 1767 y 1769
  3. El primer gobernador de California
  4. Junípero Serra empieza su obra en California
  5. Gaspar de Portolá dirigió la expedición que llevo a Junípero Serra
  6. Portolá salva la vida gracias a Serra
  7. Portolá llega a San Diego
  8. El camino sigue hacia Santa Bárbara
  9. La expedición llega a la Bahía de San Francisco
  10. Gaspar de Portolá alcanza la Bahía de Monterey
  11. Portolá recibe el mando del Regimiento Numancia antes de Morir

Biografía de Gaspar de Portolá

Gaspar de Portolá nació en 1717 en Balaguer (Lérida). El 31 de julio de 1734 ingresó en calidad de alférez en los Regimientos de Dragones de Villaviciosa y Numancia, ascendiendo el 26 de abril de 1743 a teniente de Dragones y Granaderos de Numancia y el 31 de julio de 1764 a capitán de esta misma compañía, que, con el nombre de Regimiento de Dragones de España, fue destinada a servir en el virreinato novohispano.

Al llegar a México (1764), Portolá era un experimentado militar que había participado en diversas acciones en Italia y en la campaña de Portugal durante la guerra de los Siete Años, en la que incluso fue herido.

En aquella época, el rey Carlos III estaba muy preocupado por la posibilidad de que otras potencias mundiales de la época como Rusia, Inglaterra, Francia y Prusia amenazaran los territorios españoles en América. Pensó que la mejor manera de protegerlas, era ampliar su control sobre esta región. Para conseguirlo, envió a más misioneros y colonos.

Desde principios de siglo, los jesuitas trabajaban en las Américas.

“Durante setenta años, más de seiscientos jesuitas habían trabajado en Baja California, avanzando constantemente hacia el norte, evangelizando a todos los que encontraban a su paso, sin abandonar nunca una misión. Con paciencia y celo devoto, habían logrado lo que Cortés no había podido hacer con la espada: el dominio español sobre las poblaciones nativas.”

Don Denevi

Carlos III cuestionó la lealtad de estos jesuitas a la monarquía española. En enero de 1762, promulgó la llamada Pragmática Sanción, que limitaba considerablemente los privilegios de las órdenes religiosas en España. Esto fue visto como un intento de reducir el poder del Papa y de la Iglesia. Los jesuitas se mostraron muy hostiles a esta medida y el rey afirmó que estaban detrás de los intentos de asesinarle.

El 27 de febrero de 1767, Carlos III promulgó un real decreto conocido como la Pragmática Penal de 1767, que supuso la expulsión de los jesuitas de España. También se confiscaron todas sus posesiones.

La expulsión de los jesuitas

El rey también quería que los jesuitas fueran expulsados de los territorios que controlaba en América. Escribió a Carlos Francisco de Croix, virrey de Nueva España, el 24 de junio de 1767:

“Repara con una fuerza armada en las casas de los jesuitas. Apoderaros de las personas de todos ellos y en el plazo de veinticuatro horas transportadlos como prisioneros al puerto de Vera Cruz… Si después del embarque se encontrara un solo jesuita en ese distrito, aunque estuviera enfermo o moribundo, sufriréis la pena de muerte.”

Gaspar de Portolá es nombrado gobernador de la Baja California

Gaspar de Portolà fue nombrado gobernador de Baja California con órdenes de expulsar a los jesuitas del territorio. Cuando los jesuitas se rebelaron contra esta persecución, trató con dureza a los rebeldes, ahorcando a los líderes. El virrey defendió sus acciones alegando que:

“Se hace… por motivos conocidos por la real conciencia del soberano, y que han de ser reconocidos por los vasallos de Su Majestad, que han nacido para obedecer y no para mezclarse en los altos asuntos del gobierno”.

Carlos Francisco de Croix sugirió a Carlos III que los franciscanos atendieran a los pueblos de la Baja California. También se acordó que los misioneros debían avanzar rápidamente hacia la Alta California para construir una cadena de misiones que impidiera a otros países intentar colonizar este territorio. Cuando se les pidió que organizaran esta campaña, el Colegio de San Fernando de México eligió por unanimidad a Junípero Serra, para llevar a cabo esta tarea. Serra se convirtió en el presidente de estas misiones y Francisco Palóu fue nombrado su suplente.

A partir de ahora abordaremos la vida de Gaspar de Portolá desde dos puntos de vista:

  • Uno que se centra en los problemas que se encontró en su periodo de gobierno entre 1767 y 1769 se reproduce parte del artículo “EL «VIRREY DE CALIFORNIA» GASPAR DE PORTOLA Y LA PROBLEMATICA DE LA PRIMERA GOBERNACION CALIFORNIANA (1767-1769)revista de Indias, vol. 52, nº 195-196 (1992).
  • Su obra desde el punto de vista de su amigo San Junípero Serra.

El difícil gobierno de Gaspar de Portolá ente 1767 y 1769

“¡Que Dios guarde al honorable Don Gaspar de Portolá, catalán, capitán de dragones y actualmente, desde el año de 1767, primer Gobernador de California! Se le ha concedido esta posición para honrarlo por sus méritos, pero a base de la reputación equivocada acerca de la bondad del país y sus riquezas. No se le hubiera podido castigar de una manera más severa (con excepción de muerte, galeras o prisión perpétua), si hubiera jurado en falso contra su rey y si hubiera querido traicionar a su patria”

Juan Jacobo Baergert

Los deseos reformistas de la monarquía ilustrada española se hicieron presentes en el virreinato novohispano gracias a un entusiasta grupo de funcionarios reales que no cejaron en su empeño de reforzar el poder del Estado en los inmensos dominios de la Corona, así como introducir las necesarias reformas políticas-administrativas para que las provincias se modernizaran y lograsen financiar los planes de progreso y defensa del imperio hispano.

Las devastadas e indefensas zonas del noroeste mexicano no fueron ajenas a estos planes, sino que, por el contrario, fueron elegidas como uno de los principales campos de acción de la política regional de la Ilustración novohispana.

Ello se explica gracias a una curiosa combinación de fe ciega en la capacidad económica de la región -aún por descubrir y explotar-, a la necesidad de remediar una situación de inestabilidad secular y de asegurar el flanco noroccidental del virreinato, y a la presencia del Visitador General José de Gálvez, quien
hizo del Noroeste un proyecto personal.

El primer paso que había que dar antes de implantar otras reformas, era pacificar la región, asolada por las invasiones apaches y por las revueltas de otros grupos indígenas locales. Las autoridades optaron por una expedición militar de gran envergadura, que paulatinamente fue contando con el apoyo de diversos sectores de la sociedad novohispana -comerciantes, cabildos eclesiásticos, etc … -, la cual fue encabezada por el coronel Domingo Elizondo bajo la estrecha vigilancia del celoso Visitador.

Para conformar dicha legión punitiva, fueron enviados a Nueva España varios grupos militares, entre los cuales sobresalió, por su amplia participación -temporal y espacial- en el Noroeste, la Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña, formada en 1762 con voluntarios del Segundo Regimiento de Infantería de dicha provincia.

La presencia de los militares peninsulares en las regiones norteñas supuso -entre otras cosas- la disponibilidad de un notable grupo de experimentados oficiales que pronto serian utilizados por las autoridades novohispanas para implantar las reformas ilustradas en la región y realizar otros particulares encargos, Gaspar de Portolá, Pedro Fages y Pedro Alberni, entre otros, tienen unidos sus nombres a la historia de Sonora, Sinaloa, ambas Californias y al establecimiento de Nutka, en la isla Vancouver.

Fuerte español de San Miguel, en la bahía de Nutka
Fuerte español de San Miguel, en la bahía de Nutka – J.C.Arbex

Un simple cómputo de sus servicios en estas regiones arroja un balance excepcional, por lo que estos militares han sido objeto de diversos estudios generales y particulares.

Gran parte de los mismos han sido dedicados a Gaspar de Portolá, si bien, casi todos se centran en su participación en la expedición hispanizadora de la Alta California (1769-1770), conocida como La Santa Expedición.

Poco se sabe de sus acciones militares anteriores y, en cuanto a sus cargos posteriores, como gobernador de Puebla por ejemplo, no existen estudios específicos. La biografía de Portolá está polarizada, en consecuencia, en torno a su expedición a la Alta California y su papel fundamental en los inicios de los nuevos presidios y misiones.

Sin embargo, la falta de estudios globales sobre la visita de Gálvez al Noroeste y la organización y desarrollo de la Santa Expedición, unido a un excesivo culto al héroe, han propiciado una visión deformada de la participación de Gaspar de Portolá.

Uno de los episodios que más luz arroja sobre este asunto es su estancia en Loreto como gobernador de California, inmediatamente anterior a su peregrinación a San Diego y Monterrey en el mes de mayo de 1769.

Misa en la bahía de San Diego  en la que asisten el Gobernador Gaspar de Portolá  con sus tropas de dragones
Tropas de Gaspar de Portolá en una misa en San Diego

Se trata de un período fundamental para la historia californiana, no sólo porque el militar español fue el primer gobernador de aquella lejana provincia, sino porque representó la avanzadilla de la convulsiva visita de José de Gálvez, a quien estuvo fatalmente ligado hasta su regreso a la península en 1772.

Durante la gobernatura de Portolá se realizaron las primeras medidas para sustituir al otrora poderoso sistema misional jesuita por una sociedad virreinal regida por las luces de la razón y el sometimiento a la autoridad del Estado.

Las diferencias entre el proyecto y la realidad quedaron manifestadas con rapidez. Estamos ante una interesante visión de lo que era la península a finales de 1767 y un catálogo de los problemas que hubo que afrontar para implantar el orden ilustrado.

El primer gobernador de California

Destinado su regimiento por el virrey Croix para integrar la expedición de Sonora en 1767, Portolá partió con sus compañeros rumbo a Tepic, donde la demora en la fabricación de dos paquebotes destinados a trasladarlos por mar hasta Guaymas, les forzó a permanecer durante varios meses.

Sin embargo, la orden real de extrañamiento de los jesuitas de todos los dominios del rey católico, recibida por el virrey Croix el 30 de mayo de 1767, obligó a la expedición de Sonora a desviar hombres y caudales para cumplir con este importante fin en el Noroeste del Virreinato (Nayarit, Sonora, Sinaloa, Baja
California e incluso las lejanas Filipinas).

Uno de ellos fue Gaspar de Portolá, comisionado por Croix y Gálvez, para reunir y trasladar a los padres de las misiones bajocalifornianas hasta el puerto de San Blas, desde donde serían conducidos hasta México y Veracruz.

Al mismo tiempo, y cumpliendo la orden real de nombrar gobernadores donde no hubiesen existido anteriormente, el capitán leridano fue investido con esta autoridad, sumándose así a la larga lista de militares con responsabilidades administrativas y judiciales que se fue conformando a lo largo de la centuria ilustrada.

Portolá conoció su comisión en California durante el verano de 1767, si bien, tuvo que retrasar el viaje por la falta de barcos. El 9 de agosto, el coronel Domingo Elizondo, a cuyo regimiento pertenecía Portolá, escribió una interesante misiva al gobernador de Sonora, Juan de Pineda, en la que le dió a conocer una
primera orden virreinal para que él personalmente viajara hasta Loreto:

“Con las primeras que tuve para la citada expedición de California, me mandaba su excelencia pasase yo a esa provincia con alguna gente”.

Coronel Domingo Elizondo

En consecuencia, Elizondo se puso en marcha hacia San Blas para embarcarse en la balandra Sinaloa y en el barco de un minero californiano apellidado Mena el 6 de agosto, si bien, el deterioro de este último barco -tenía podrida la quilla- impidió el embarco de Elizondo, haciéndose a la vela sólo la balandra, «pero al segundo día de navegación, regresó por hacer mucha agua la embarcación y estar demasiado cargada, lo que obligó a desembarcar la gente».

En consecuencia, podemos afirmar que tanto Elizondo como Portolá recibieron la orden de pasar a California a principio de agosto, acompañados de 25 dragones y 25 fusileros de montaña, aunque la falta de barcos no sólo retrasó la llegada de Portolá, su nuevo gobernador, sino la de Elizondo, máximo responsable de la expedición de Sonora, quien finalmente nunca viajó hasta California.

Dragón de cuera al servicio del gobernador Gaspar de Portola
Dragón de Cuera

Un expediente de Portolá, fechado el 30 de septiembre de 1770, nos informa que:

“Ha estado de gobernador de California, en la expulsión de los Jesuitas, desde octubre de 1767 y comandante en jefe de la expedición y conquista de los puertos de San Diego y Monterrey desde mayo de 1767 hasta su conclusión en septiembre de 1770”

Gaspar de Portolá

Asimismo, sabemos que entre el 19 de abril y el 23 de octubre de 1769, Juan Gutiérrez, ayudante mayor de Milicias de Querétaro, fue nombrado gobernador interino e intendente de Real Hacienda de la península de California, por lo que podemos pensar que Portolá se refería, en el citado expediente, al inicio formal de sus empleos, no a la fecha de sus nombramientos, sin duda, algo anterior.

El nombramiento de gobernador fue acompañado de mil pesos anuales de gratificación, otros ocho mil pesos antes de abandonar Nayarit para que hiciese frente a las primeras necesidades de su empleo y unas instrucciones en las que se le detallaba cómo debía de realizarse la extrañación de los padres de la Compañía, se le recomendaba armonía con los nuevos misioneros que los sustituyeran, y se le ordenaba el realizar una inspección al presidio de Loreto.

Problemas en el camino

El nuevo gobernador tuvo graves dificultades para llegar hasta California, lo que demuestra el gran desconocimiento que se tenía acerca de esta ruta septentrional de la Mar del Sur. El segundo viaje fallido comenzó el 24 de agosto desde el puerto de Matanchel.

Portolá se hizo a la mar en una balandra junto a dos franciscanos, (fray Francisco Palou y fray Juan Ignacio Gastón), un capellán (el bachiller Pedro Fernández) y varios dragones y migueletes con su alférez. Una lancha, que portaba el equipaje y otros cinco dragones, los acompañaba.

La travesía fue muy difícil debido a los malos tiempos, que arreciaron la noche del 28 del citado mes en particular, por lo que todos se confesaron y se dispusieron para morir. Cuenta Palau, que en esos tristes momentos, el gobernador le pidió que hiciese una promesa a algún santo, tras lo cual, el mar se aplacó. Sin embargo, el cielo no se apiadó completamente del nuevo gobernador y la balandra tuvo que regresar a puerto.

La que sí alcanzó las costas californiana, tras un breve viaje de once días, fue la lancha con los cinco dragones, los cuales desembarcaron en Puerto Escondido, cerca de Loreto. Allí encontraron a un indio, a quien dijeron “que iba gobernador de la península y que lo acompañaban los religiosos misioneros del Colegio de San Fernando“.

Al no aparecer el gobernador, siguieron costeando hacia el sur y anclaron en la bahía de la Paz. Como los alimentos escaseaban, los soldados fueron al real de minas de Santa Ana y, tras proveerse, se embarcaron y dirigieron a Matanchel, dado que el gobernador no aparecía por ninguna parte.

El segundo intento de viajar a California se realizó a principios de octubre. Nuevamente, el convoy estuvo formado por una balandrita y una lancha, esta última propiedad del minero californiano Manuel de Ocio, en la cual se embarcaron los franciscanos de la provincia de Jalisco, quienes relevaron temporalmente a los fernandinos en las misiones californianas.

Balandra española
Balandra española

Portolá, acompañado del capellán Pedro Fernández y cincuenta dragones, se hizo a la mar en la Balandrita, logrando alcanzar el sur de la península el día 2 de diciembre tras cuarenta días de
navegación, por lo que decidieron desembarcar en San José del Cabo y no seguir hasta Loreto, como era su intención. La lancha, con los franciscanos y otros soldados, sufrió más dilaciones, pues no llegaron a la península hasta semanas más tarde.

El viaje hasta Loreto tuvo que hacerlo el gobernador por tierra: “de modo que tuvo -señala con ironía el jesuita Baegert mucho más oportunidad de lo que le convenía de convencerse en persona al entrar en esta Tierra de Promisión, que clase de país tan llano, sombreado, abundante en aguas, verde, fértil,
poblado, y, por consiguiente, tan hermoso y noble era su Reino de California
“.

Poco después de desembarcar en San José del Cabo, antiguo establecimiento misional ahora convertido en pueblo de visita de la cercana misión de Santiago, fue recibido por el misionero de esta última, el jesuita Ignacio Tirsh, quien lo condujo a su humilde hogar.

Portolá y sus soldados comprendieron con rapidez que nada tenían que temer de los jesuitas y de los indios, y que el rico país que se imaginaba desde el continente, era una pobre y desolada península. Para ratificarlos en esta ajustada idea, la casualidad quiso que se encontrase en el sur de California el capitán Femando Rivera y Moneada, con quien conferenció Portolá y le pidió ayuda para trasladarse a
Loreto.

Según narra el padre Ducrue, el gobernador contó, antes de partir de Santiago, al padre Tirsh el principal fin de su llegada a California, escribiendo este último, sin tardanza, a su superior ·y al resto de sus hermanos la fatal nueva.

De este modo, los jesuitas conocieron su expulsión de California, si bien, otros documentos nos dan pie para pensar en un conocimiento más temprano. En su camino hacia Loreto, sede del gobierno, Portolá visitó el real de Santa Ana y la misión de la Pasión.

Durante el resto de la excursión no encontró otro cobijo para descansar. Las jornadas eran más largas de lo habitual y los matorrales y espinas del camino destruyeron las vestiduras de los dragones, quienes llegaron a Loreto exhaustos y harapientos. «Ellos pensaban -escribe el padre Baegert- que California estaba empedrada con plata y que allá se juntaban las perlas con la escoba. No resultó de mucha duración ese gozo. Muy pronto empezaron a echar pestes contra el país … . La realidad californiana se imponía sin remedio, a la par moría uno de los últimos mitos

Portolá llega a la tierra de provisión

El gobernador arribó a Loreto el 17 de diciembre de 1767, poniendo en ejecución rápidamente las medidas que le fueron listadas en la instrucción virreinal, comenzando con la orden más importante: la expulsión de los jesuitas. Tanto éste, como otros actos de su gobierno, los conocemos gracias a la correspondencia que mantuvo con el virrey Croix, la cual se termina -significativamente- con la llegada de José de Gálvez a la península bajo californiana.

A continuación, estudiaré con algún detalle los principales problemas que tuvo que abordar el gobernador, como el abastecimiento de alimentos, la administración de las misiones y el futuro de los soldados de cuera.

Se expulsa a los Jesuitas

A su llegada a Loreto, capital de California y primera misión levantada por los padres de la Compañía de Jesús en la península, Portolá fue recibido por el jesuita aragonés Lucas Ventura, quien ejercía de tesorero de las misiones, alojándose a continuación en las habitaciones pertenecientes a los padres, las cuales fueron, en adelante, la primera residencia del gobernador californiano.

Al día siguiente, envió una carta al padre superior, Benno Ducrue, residente en la misión de Santa María de Guadalupe, «diciéndole tenía que entregarle una de vuesa excelencia [Croix] personalmente y al mesmo tiempo órdenes importantes de vuesa excelencia del real servicio».

El padre Ducrue llegó a Loreto la víspera de Navidad, tras haber atendido las más urgentes necesidades de su misión y escribir al resto de sus compañeros. Allí lo recibió Portolá, entregándole al día siguiente una carta del virrey en la que le informaba de la llegada del nuevo gobernador y le pedía su colaboración para que tanto sus compañeros como los indios lo acogiesen sin dificultades.

Tan sólo el 26 de diciembre, en presencia de los padres Ventura, Dufrue y Javier Franco, del hermano lego Juan Villavieja, y de tres funcionarios reales ( un alférez, un sargento y el secretario del gobernador), Portolá leyó el decreto de extrañamiento de los jesuitas de todos los reinos de Su Majestad.

Inmediatamente después, los referidos padres fueron puestos bajo custodia en una dependencia y el padre superior escribió al resto de los misioneros, “en términos y según voluntad del gobernador“, para
que se presentasen en la misión cabecera el 25 de enero.

Ducrue les comunicó la necesidad de mantener la paz y la calma entre sus neófitos, que varios oficiales del presidio saldrían de inmediato para realizar los inventarios de todas las misiones y que, cumplida esta tarea, se pondrían en marcha hasta Loreto con sólo un baúl o petaca conteniendo ropa de vestir y tres libros: uno espiritual, otro de moral y el tercero histórico.

Otra medida madrugadora de Portolá fue la de hacerse con todas las llaves de dependencias jesuísticas, quedándose únicamente con las del Oficio, tras ser informado por el padre Ventura de la existencia en él de un poco de plata.

«Las demás ha sido preciso devolverlas, así por lo que se ofrece cada instante en la tienda, como en las raciones diarias que es preciso sacar del almacén, bien que con la guardia correspondiente a la puerta con orden de que nada se saque sin mi aviso».

Gaspar de Portola

Esta medida, que nos muestra la necesidad de colaboración del nuevo gobernador con los padres jesuitas, dado el peculiar sistema desarrollado por la Compañía en Baja California, fue ampliada con el levantamiento del enclaustramiento de los padres, quienes gozaron de libertad de movimiento dentro de
Loreto hasta su partida, a pesar de las terminantes órdenes del real decreto de expulsión.

Asimismo, Portolá no respetó la orden que prohibía a los jesuitas decir misa o participar en otras ceremonias religiosas, lo que nos indica que hubo desde el primer momento una buena convivencia entre el capitán leridano y los expulsados.

Una de las infamias sobre las misiones californianas que Portolá pudo desmentir con mayor rapidez fue la de la existencia de grandes riquezas. El tesoro de California ascendía a 7.000 pesos aproximadamente en oro y plata, procedente en parte de Loreto y en parte del resto de las misiones.

Otra cantidad que Portolá encontró depositada en el presidio, unos 60.000 pesos, correspondía a la paga de los soldados, pero no en moneda corriente, sino en forma de ropas y otros bienes y utensilios que los jesuitas daban a los soldados a cambio de sus correspondientes sueldos.

En esta cuenta no se incluyó la carne y la harina, pues su cantidad era insignificante en el almacén de Loreto a la llegada del gobernador. Esas fueron -señala el padre Ducrue- las vastas riquezas prometidas al Rey, las cuales se estimaban en más de cuatro millones de pesos.

Sin embargo, hay que recordar que las iglesias de las misiones contaban con un buen número de objetos religiosos de gran valor, procedentes de las devociones de los fieles y del interés de los padres por decorar y enaltecer sus templos. Todas ellas fueron listadas detalladamente, así como en otra parte se enumeraron las propiedades rústicas pertenecientes a cada una de las misiones.

Las cuentas del presidio fueron realizadas por el padre Ventura en presencia del superior, lo que impidió que éste regresara a su misión para disponer la marcha definitiva. Los 7 .000 pesos encontrados en todas las misiones, amén de los objetos de culto y de decoración ya citados, procedían del Fondo Piadoso de las misiones, de donaciones y promesas, y de las ganancias que los padres obtenían tanto de la venta de carne, harina, caballos y otros productos a los soldados y mineros, como del anual intercambio que se desarrolló con el galeón de Manila. Dichas ganancias eran destinadas tanto al esplendor de las iglesias, como a la adquisición de ropas y alimentos para los indios.

El 3 de febrero de 1768, Portolá envió una lista provisional de las riquezas encontradas hasta la fecha. El valor de los bienes de Loreto, incluidos 4.323 pesos 2 reales en oro y plata, ascendía a 76.378 pesos 7 reales, “en efectos arreglados sus precios al valor que les dan en este país“.

No fueron incluidas las alhajas de la iglesia, que estaba surtida «como la mejor catedral», y de la casa, las dos embarcaciones en el puerto y los utensilios del arsenal. En cuanto al resto de las misiones bajocalifornianas, el capitán leridano comunicó que le habían sido remitidos 400 marcos de plata y que Blas Somera, teniente de la Compañía de California, le había avisado que tenía en su poder 4.000 pesos de las dos misiones del sur.

Aunque todos los jesuitas debían estar en Loreto el 25 de enero de 1768, una epidemia desatada en la misión de San Franciscó de Borja fue la causa de que los últimos padres llegasen al presidio el 2 de febrero, «siendo recibidos cortésmente por el señor Portolá a la usanza española, con besamanos y abrazo». Finalmente, el 3 de febrero, a las nueve de la noche, fueron embarcados en La Concepción tras el último abrazo amistoso de don Gaspar.

“A pesar de que la salida debía haberse llevado a cabo sigiladamente, todos los habitantes de Loreto de ambos sexos estuvieron reunidos en la playa para damos la despedida, llorando todos, californios y españoles”

Padre Baegert

Los padres, que viajaron escoltados por el alférez José Lasso y seis dragones, llegaron a Matanchel el 8 de febrero tras una buena travesía. Portolá escribió al virrey Croix el mismo día de la partida de los jesuitas que todas las diligencias se habían practicado con la mayor tranquilidad del país.

La actitud de Portolá hacia los jesuitas fue más que benevolente y respetuosa. Como ya vimos, no cumplió con varias medidas del decreto de extrañamiento, como la encarcelación y la prohibición de participar en ceremonias religiosas.

Asimismo, los surtió abundantemente para el viaje y, según las crónicas ignacianas, lloró al verlos partir. Puede pensarse en una prudente medida del nuevo gobernador para evitar tumultos y desórdenes
en las lejanas misiones, pero todo apunta en una sincera actitud de Portolá tras comprobar las numerosas infamias que circulaban sobre la obra misional jesuita.

El implacable padre Baegert, confesó en sus Noticias de California:

«Me obliga la gratitud a hacer constar aquí, por el buen nombre del mencionado gobernador
Don Gaspar Portolá, que tanto él como todos los españoles, oficiales y particulares, en tierra y en mar, trataron a los jesuitas, bajo las circunstancias dadas, con todo respeto, honra, cortesía y amabilidad, que nadie nos dió motivo de enojo y que él siempre afirmó solemnemente que grande pena le causaba el haber sido el portador de tal comisión.

Padre Baegert

El respeto y estimación hacia los misioneros también fue ejercido por el gobernador con los franciscanos, quien repetidamente mostraron su agradecimiento al capitán leridano.

Suministro de los bastimentos

Tras la extrañación de los jesuitas, Gaspar de Portolá se convirtió en la primera autoridad no religiosa de la península bajocaliforniana. Uno de los principales asuntos que tuvo que abordar fue el abastecimiento de grano y otros productos, pero para cumplir con ésta y otras tareas tuvo varios obstáculos que es
necesario recordar con el fin de evaluar con justicia los trabajos del primer gobernador.

En primer lugar, Portolá tuvo que descubrir literalmente los límites y características de su gobernación. En torno a California sólo existían vaguedades e infundios que la realidad le desmintió desde su desembarco en San José del Cabo.

En segundo lugar, el gobernador tuvo que improvisar numerosas medidas, ya que, amén de no contar con ningún precedente, el virrey le otorgó unas instrucciones parciales que no abarcaban los numerosos aspectos de la vida de una comunidad tan peculiar como la bajocaliforniana.

Por último, Portolá era militar de carrera, capaz de cumplir órdenes de sus superiores -como la expulsión de los jesuitas-, pero disminuido para realizar la labor titánica de poner a la California bajo la meticulosa y paternalista soberanía racional de los Barbones. Y por si fuera poco, el gobernador fue enviado sin la ayuda de otros oficiales reales o letrados que le ayudasen en su penosa tarea.

Poco después de llegar a Loreto, y tras comprobar la falta de bastimentos que había en el almacén, Portolá ordenó que fuesen traídas de las misiones cercanas carne y harina. El almacén estaba «cuasi expirando» a excepción de lencería, por lo que el gobernador comunicó al Virrey que en dos meses se carecería de muchas cosas necesarias para la tropa y los vecinos.

Lo más alarmante era la falta de granos, pues los jesuitas, que hacían venir mil fanegas anualmente de la contracosta, no habían logrado dicho socorro aquel año por falta del pago del situado desde hace dos años, aunque Portolá lo atribuye a:

“Ser sabedores días hace de lo que les había de suceder y sólo han tirado a pasar el día”.

Gaspar de Portolá, gobernador de California

No dudó, por tanto, el capitán Portolá de solicitar a Croix que se siguiese con la misma práctica, esto es, que fuesen enviados desde Sonora quinientas fanegas de maíz, pues de lo contrario se vería “en alguna aflicción”.

Debido a los numerosos viajes de las embarcaciones y la llegada de varios grupos de frailes y soldados, la necesidad de grano se hizo apremiante, lo que quedó recogido en las misivas del nuestro gobernador.

EL 3 de febrero de 1768, Portolá escribió a Croix que se encontraba «cada día más estrecho» y le suplicaba que no olvidase el ordenar que 500 fanegas de maíz fueran conducidas desde la contracosta.

Quince días después, confesó que se encontraba «con la mayor aflicción» por la falta de granos y que, si éstos no llegaban pronto, «no sé como irá esta miserable península.

Aún tendrían que pasar varias semanas para que el primer maíz fuese desembarcado en Loreto. El 9 de abril, trescientas fanegas llegaron al citado puerto a bordo de «La Concepción» procedentes de San Blas. Para entonces, Portolá ya era consciente de que el auxilio del maíz sonorense era vital para la alimentación bajocaliforniana, como lo había sido durante todo el período jesuita.

Por ello, recomendó el virrey que se tuviesen mil fanegas todos los años para el mes de octubre, las cuales él recogería en noviembre. Mientras tanto, el gobernador Portolá no desaprovechó ningún viaje de soldados o frailes a la contracosta en la canoa del presidio, para que al regreso no fuese cargada de
trigo.

Los dos primeros viajes ( con ocasión del envío a Sonora de la compañía de fusileros de Montaña y de los franciscanos de la provincia de Jalisco) se realizaron durante los meses de abril a junio de 1768 y constituyeron un éxito, contribuyendo con sus cargamentos a disminuir la preocupación de Portolá, quien había escrito al gobernador sonorense Juan de Pineda sobre el futuro abastecimiento:

“Tengo representado a su excelencia que si no se hallan prontas lo menos mil fanegas de grano en los ríos del Yaqui y Mayo para el mes de octubre todos los años, para que pueda enviar con las embarcaciones de Californias por ello, que éste era el modo con que se gobernaban los jesuitas, pereciera esta infeliz península y, haciéndome el cargo que esas provincias están bajo el mando de vuesa señoría, desearía que con anticipación tomara vuesa señoría alguna providencia, no dudando que el Virrey escribirá a vuesa señoría a este fin y, en caso que llegase ahí alguna embarcación de Californias con la expedición u otro motivo, me remita vuesa señoría quinientas fanegas que he pedido a su excelencia, pues yo en el día no tengo embarcación en que buscarlo y estoy seguro de que le dará a vuesa señoría infinitas gracias y hará vuesa señoría un gran servicio a ambas Majestades”

Gaspar de Portolá

El almacén de Loreto era de vital importancia para la península, pues los padres de la Compañía obligaban a los soldados californianos a cobrar sus sueldos en géneros, situación que debía mantenerse hasta la llegada del visitador Gálvez a la península.

Por ello, tanto este último como el virrey recibieron una lista detallada “de lo que más falta hace en el día para toda esta península”. En ella se incluyeron varios tipos de telas, mantas y vestidos, aceite, chocolates, azúcar, panocha, tabaco, papel, sillas vaqueras, hachas, azadones, belduques, etc. así como diversos tipos de ungüentos, aceites, hierbas y píldoras para la botica, que era gratuita para todos los californianos.

Portolá comunicó al virrey, en carta fechada el 22 de marzo de 1768, que si ésta no viniese para el mes de junio, que es el tiempo más a propósito para navegar hasta California,

“Carecerá esta península de lo más preciso y le será muy sensible por no estar acostumbrado a ello”

Gobernador de California

Pero no era ésta la única falta que le preocupaba al gobernador, ya que, privado de uno o varios oficiales reales que se ocupasen de los caudales y de administrar el almacén tenía que desempeñar cuantos oficios existían “así por lo alto, como por lo bajo”.

Los comisionados y los frailes

Otro de los problemas que tuvo que resolver Portolá fue la administración de las antiguas misiones jesuitas, ya que, la tardanza de los franciscanos que debían hacerse cargo de las mismas, le obligaron a nombrar a varios comisionados -principalmente soldados que ya trabajaban en las mismas- para que se
encargasen de elaborar los inventarios de todos los establecimientos misionales y cuidasen de sus indios, dándoles los alimentos que acostumbraban los jesuitas “sin alterar el método de su gobierno“.

Este trabajo lo debían realizar mientras no llegasen los franciscanos, los cuales hacían mucha falta tanto en lo espiritual como para el gobierno de las misiones. Esta postura, que el gobernador comunicó al virrey en carta del 28 de diciembre de 1768, cambió poco después, ya que en otra misiva del 3 de febrero -y tras conocer la llegada de los franciscanos de la provincia de Jalisco- comunicó a Croix que deseaba saber en qué términos debía entregarles las misiones, ya que no tenía ninguna instrucción en asunto eclesiástico.

En la misma, el gobernador agregó que, mientras tanto, ordenaría que “cada uno vaya a su respectiva y que cuide de ella“, pero no que la administrase. La respuesta del virrey Croix fue terminante. Los misioneros debían recibir lo sagrado y lo espiritual, pero no lo correspondiente a temporalidades, lo cual fue celebrado por Portolá:

“En mi antecedente avisé a vuesa excelencia que había puesto en las misiones administradores, que son soldados de la Compañía, los mismos que tenían las misiones de escolta, que son muy legales y a propósito para el intento, y celebro en este punto haber acertado con lo mismo que vuesa excelencia me previene, que es cuanto puedo responder a vuesa excelencia en
la una”

Gaspar de Portolá

Sin embargo, el tiempo se encargaría de demostrar lo ineficaz y destructiva que fue esta medida, por lo que el Visitador volvió a confiar las temporalidades de las misiones a los franciscanos al año siguiente mediante real decreto fechado el 12 de agosto de 1768. Cuenta el padre Palau que :

«mucho irritaron a Su Ilustrísima por su mala conducta, cuya noticia tuvo de los soldados que iban y venían de correos, que, como no tenían comisión de misiones, no callaban lo que veían en los demás».

Padre Palau

Otro de los problemas misionales que acaparó la atención de Gaspar de Portolá fue la sustitución de los primeros franciscanos llegados a la península, procedentes de la provincia de Jalisco, por los pertenecientes al Colegio de Propaganda Fide de San Fernando (Ciudad de México). Los primeros destinados a ocupar las misiones jesuitas de Sonora, lograron con ciertas artimañas cambiar su primer destino por el californiano, si bien, los fernandinos recurrieron al virrey y lograron que los confirmara en su deseo de misionar en la península bajocaliforniana.

Ello no impidió, sin embargo, que los jalicienses llegasen a los dominios de Portolá y que, tras el reparto y llegada a sus respectivas misiones, tuviesen que ser de nuevo llamados y embarcados hacia Sonora. Los cinco más cercanos a Loreto abandonaron la península en el paquebote «La Concepción» y los restantes en una lancha.

Finalmente, los fernandinos, encabezados por fray Junípero Serra, llegaron el 1 de abril de 1768. Dos semanas más tarde, el gobernador leridano escribió a Croix: «Confió serán éstos ya los últimos, pues a la verdad me ha incomodado bastante tanta entrada y salida de frailes».

La revista de la Compañía de California

No es extraño que el tema militar acaparase la atención del nuevo gobernador y que a él le dedicase gran parte de su correspondencia. En las instrucciones que llevaba Portolá, se le ordenaba que realizase una inspección de la Compañía de California y que, una vez expulsados los jesuitas, invitase a sus miembros
-unos sesenta hombres- a adherirse a su piquete.

Sin embargo, nuevamente se impuso la realidad californiana y el capitán español no pudo llevar a cabo el encargo virreinal, sino que, por el contrario, tuvo que esperar la llegada del visitador Gálvez para reformar el peculiar sistema militar californiano.

Si bien la adaptación al medio de estos últimos era tan eficaz y acertada, que los nuevos contingentes continentales y europeos tuvieron que copiarlos para poder sobrevivir en la Baja California. Ya durante la marcha entre San José del Cabo y Loreto, la tropa de Portolá había sufrido las dificultades del camino, pues desde la salida del real de Santa Ana no encontraron «ni rancho ni casa, ni aún el menor abrigo» por espacio de nueve jornadas.

Además, tanto Portolá como sus hombres llegaron con todas sus ropas destrozadas “por ser los árboles de este país sumamente espinosos y atravesar los mesmos caminos“. En consecuencia, Portolá recomendó al virrey que se mantuviese tanto la paga como el “modo que tenía de guarnecer las misiones dicha compañía“.

El soldado californiano debía protegerse con las famosas “cueras” y, para realizar su servicio con eficiencia, “más ha de tener de vaquero que de soldado”.

Hasta la extrañación de la Compañía de Jesús, el Rey mantenía en la península sesenta hombres, treinta en el norte y treinta en el sur, los cuales cobraban 300 pesos de situado, si bien, los jesuitas les aumentaron el sueldo a cambio de que la paga se realizase en géneros del almacén, que tenían un precio muy elevado.

Portolá, en consecuencia, recomendó al virrey que siguiese pagando los 300 pesos a cambio de rebajar los precios del almacén, con lo cual todos los soldados quedarían contentos e igualmente se les iría la paga entre comida y productos, pues todos ellos, desde el primer día de su entrada al servicio, debían costearse tanto el vestuario como el armamento y la montura.

Los soldados del norte debían mantener cuatro caballadas (un caballo y tres mulas) y los del sur tres, si bien, casi todos tenían alguna de más debido a las largas distancias entre unas y otras misiones, así como por la falta de agua y pastos.

Por este motivo añadió Portolá:

“Hallo irremediable siga el soldado con el mesmo número de caballerías para que pueda hacer el servicio sin que halle otro recurso. Yo bien veo, señor, es un costo grande el que le tiene al Rey y, · aunque estaba discurriendo si dándoles las caballerías se les podría bajar el sueldo, no tan sólamente no lo hallo conveniente, pues le saldría más caro y llegaría el caso no podría hacer el servicio el soldado, pues, no siendo de su cuenta, habría poco cuidado, abandono y tal vez picardía en venderlas o dar la disculpa: se han perdido; que ésto sucede muy a menudo y con mucha facilidad por lo muy intrincado de los bosques y con unos espinales que apenas se pueden penetrar”.

Gobernador de California Gaspar de Portolá

El virrey ordenó a Portolá que esperase al visitador, quien daría las medidas oportunas sobre el sueldo y número de los soldados, así como en lo tocante al almacén. En consecuencia, el gobernador suspendió su visita de inspección, lo que llenó de incertidumbre a todos los presidiales californianos, quienes les
comunicaron sus inquietudes.

La Compañía estaba mandada por un capitán y un teniente, que cobraban 620 y 450 pesos respectivamente, con la diferencia de que el primero no estaba obligado a cobrar un sueldo en géneros. Al tiempo de llegar Portolá, Rivera y Moneada ejercía de capitán y Blas Somera de teniente.

Otros empleados en el servicio real se concentraban en el astillero de Loreto. Su número y clase eran las siguientes: dos contramaestres, dos guardianes, un calafate, dos carpinteros, dos herreros, tres prácticos, quince marineros y dos cocineros.

Sus respectivos sueldos y raciones ascendían a 6.753 pesos 1 /2 real, que, unido a los 26.930 pesos correspondientes a los sueldos de los soldados (un capitán, un teniente y sesenta soldados), daba un total de 33.683 pesos 1 /2 real.

Al grupo del astillero que encontró el gobernador, se le sumaron, por disposición suya, diez marineros y dos cocineros con el fin de que fuesen añadidos a la tripulación del barco “La Concepción“, sumándosele a lo anterior otros 1.727 pesos 2 reales.

Detenida la inspección hasta que llegase Gálvez, Portolá se dedicó a atender la llegada, acomodo y salida de varios grupos de soldados. El alférez José Lasso y otros seis dragones viajaron a México en compañía de los padres jesuitas.

Posiblemente fuesen escogidos de los que Portolá señalaba como «inútiles para tanta fatiga y trabajo» como debían sufrir en California . Otro importante grupo de fusileros de Montaña, destinados por el virrey para apoyar a Portolá llegaron a la bahía de Cerralbo a principios de febrero de 1768.

El gobernador les negó en un principio la posibilidad de desembarcar y llegar por tierra hasta Loreto, ya que no podía reunir la cantidad suficiente de caballería para que no sucumbieran, pero, tras una nueva arribada a la playa de Santa Ana, Portolá tuvo que ceder y con grandes esfuerzos los fusileros llegaron al presidio aumentando el número de bocas.

De esta forma se agravó la falta de granos y otros víveres, a la vez que su utilidad para el servicio de California era casi nulo por la falta de caballería. Tanto se agravó la situación, que el gobernador, a pesar de las órdenes del virrey de que permanecieran en la península hasta la llegada del visitador, ordenó su
marcha a Sonora, pues, como le confesaba a Juan de Pineda, gobernador de esta última provincia, «es imposible en ningún tiempo se puedan mantener y de lo contrario todo el mundo perezca».

Esta medida le acarreó no pocos problemas, pues el teniente de la Compañía, Gaspar Jiménez. se negó a unirse a la expedición de Sonora, afirmando que sólo iría a México. Finalmente, los fusileros abandonaron Loreto a finales de marzo en la canoa del presidio, lo cual llenó de satisfacción a don Gaspar,
que se vio libre de tan inútiles huéspedes.

Por último, el 23 de julio de 1768, el visitador ordenó a Portolá que enviase a sus hombres -un destacamento de dragones- a Sonora en el barco «La Lauretana» y que a su regreso se trajese un piquete de infantería para que se uniesen a la expedición de la Alta California.

La California de Portolá

El gobernador pasó la mayor parte de su tiempo en el presidio de Loreto, ya que los numerosos asuntos que debía atender no le permitieron visitar otras comarcas sujetas a su mando. Sin embargo, durante la penosa marcha desde San José del Cabo hasta el citado presido, pudo conocer al menos dos misiones, Santiago de los Coras y La Pasión, así como el real de minas de Santa Ana.

Además, contaba con la experiencia y los conocimientos del capitán Rivera y Moneada sobre el resto de las misiones y los informes que la propia gobernatura iba irremediablemente generando. Por ello, es interesante conocer la opinión de este primer militar ilustrado sobre la realidad californiana, mezcla de sus propias experiencias y de las ideas preconcebidas que las autoridades borbónicas tenían con respecto al Noroeste novohispano.

Que esperaba encontrar algo distinto de lo que vio, no cabe la menor duda: “Es cierto señor -escribió a Croix en la primera carta desde Loreto- me hubiera causado admiración a no ser testigo de vista en lo que he experimentado en mi marcha“.

Además, ordenó al alférez Las so, elegido para custodiar a los jesuitas hasta San Blas, que siguiese hasta México para informar al virrey de cuanto le escribía «como testigo de vista» y satisfacerle en cuantas preguntas le hiciese. Peculiar viaje que refleja como pocas otras anécdotas, lo mucho que había que desmentir acerca de la California jesuita.

Tres fueron los asuntos que más le interesaron: los indígenas, las minas y la pesquería de perlas. En cuanto al primero, son reveladoras sus palabras:

“Señor, sin duda, los naturales, de este país son docilísimos, en dándoles de comer se hará lo que quiera de ellos y se conquistará, con muchísima facilitad, muchísima gentilidad, y se juntará un sin fin tan grande de indios (que) se alimentan en el día en el monte lo mismo y aún peor que los irracionales y, aunque en el día los hallo flojos en el trabajo, tal vez es por falta de alimento y el ningún comercio y trato que han tenido y, si una vez se les señalase tierras (como lo desean) y logran otras comodidades, puede este interés moverlos a ser laboriosos y descubrir con el tiempo algunos minerales que hasta ahora ignoran y, aún por falta de útiles, no han podido practicarlo, bien que conozco que a los principios a de costar mucho al Rey, ·así por el consumo excesivo de grano que ha de haber, como también para establecer lugares la falta de madera, que es preciso venga de Matanchel, pues, aunque hay en la sierra de Santiago alguna, hay grandes dificultades para sacarla …” .

Gobernador de California

Como se desprende de este párrafo enviado al virrey el 9 de abril, Portolá participó de la visión ilustrada de recuperación y fomento del Noroeste en base a la riqueza minera de la zona y del optimismo sobre la futura participación de los indígenas en el sistema español, aunque no dejó de expresar el alto precio, que costaría esta empresa, la cual debería ser realizada por un ministro “activo y lleno de celo” para arreglar tantos y variados asuntos como se presentarán en “un país donde no hay luces, donde es desconocida la obediencia y subordinación y donde escasamente subsiste la racionalidad” referencia clara del gobernador a la próxima visita de José de Gálvez.

Las misiones que, según Portolá, podían convertirse en pueblos eran Loreto, Mulegé, San José Comondú, San Ignacio. Todos los Santos, Santiago, San José del Cabo y la Purísima, si bien, estas últimas cuatro necesitaban pobladores por la falta de gente que padecían, lo que, sin duda, anuncia la medida tomada por el visitador meses más tarde de trasladar californios de unas a otras. Otro aspecto de que informó a Croix fue la minería:

En cuanto a las minas, no se más hasta ahora que las descubiertas en el sur y, aunque éstas en el día son de cortos metales, no me hace fuerza sean pobres en atención a que los mineros están cortos de caudales y las más veces les falta el bastimento. Minas dicen las hay ricas, como es en las cercanías de Santiago, en el norte, hacia San Ignacio, en Mulegé y también hacia Santa Gertrudias y San Borja; y para esto me parecía conveniente haber despachado primero algún inteligente y que hubiera hecho algunas pruebas, pues aunque en este país tienen fama, nadie ha llegado a descubrirlas, bien que es verdad ha sido dificultoso, si no tiene hechas prevención de víveres y, al mismo tiempo, muchísimas mulas, que todo es preciso venga de la otra banda; por lo que hago presente a vuestra excelencia que, para tomar alguna idea de ésta, es preciso dar las órdenes convenientes al gobierno de Sinaloa … » .

Y sobre las perlas, Portolá escribió que las hay de buen oriente pero que, la falta de respetar el crecimiento de las mismas, impedía que se encontrasen en abundancia y que sólo se extrajese la cría

El gobernador gobernado

Junto a estos informes de aspectos concretos, podemos encontrar otras opiniones ·del gobernador sobre “su reino” en frases como “esta miserable península“. Efectivamente, se le ordenó reiteradamente a Portolá que no hiciese novedad en los principales asuntos californianos, lo que unido a la práctica anulación de sus poderes y opiniones desde que Gálvez puso pie en la península, el 24 de mayo de 1768, da un resultado desalentador el gobernador fue gobernado.

Portolá, en definitiva, fue el primer desertor de los sueños utópicos de Gálvez y esto, unido a evidente fallos de su administración como la falta de control sobre los comisionados que puso al frente de las misiones -los cuales llevaron a cabo un grave esquilmo de los ya de por sí pobres establecimientos- y el benévolo trato dispensado a los jesuitas, le llevaron a un relegamiento en los planes del visitador.

Podemos preguntarnos, entonces, ¿por qué fue elegido para comandar la Santa Expedición, que sería a la postre la base de la gloria del primer gobernador californiano? Como buen y experimentado militar.

Portolá podía muy bien ejecutar las instrucciones y órdenes de Gálvez. Además, la expedición debía atravesar un país lleno de pueblos indígenas desconocidos, lo que aumentaba el peligro del viaje, por lo que la expedición debía ser encabezada por un militar. Portolá se encontraba en la península y, dada la premura con fa que Gálvez organizó la Santa Expedición y las graves noticias que le iban llegando de la situación de Sonora,· podemos pensar que el gobernador fue un candidato impuesto por las circunstancias.

Ya no era necesario en la península de California, en donde Gálvez iba situando a sus hombres de confianza. Hay que recordar, para afianzar la anterior idea, que el gobernador fue ajeno a todo preparativo de la Santa Expedición, lo cual es muy significativo. En la entrevista entre Serra y Gálvez
en el real de Santa Ana, es donde fueron elaborados los detalles de los cuatro cuerpos expedicionarios -dos terrestres y dos marítimos- enviados a San Diego y Monterrey, se prescindió de Portolá, mientras el capitán Fernando Rivera y Moneada fue el encargado de visitar las misiones para reunir el ganado y aperos necesarios para la larga caminata hacia el norte.

Es más, los preparativos en Loreto, en donde residía Portolá, fueron dirigidos por Serra, quien obtuvo autorización del Visitador para sacar del Real Almacén todo lo que considerase necesario para los nuevos establecimientos. El gobernador, por tanto, fue un espectador de los acontecimientos. Además, cuando años después se le requirieron las cuentas de Loreto durante su gobernatura, alegó que la premura con la que Gálvez le ordenó su incorporación a la Santa Expedición no le permitieron detallarlas.

Ha pasado desapercibido para los historiadores de Portolá el hecho significativo de que el Visitador y el Gobernador nunca se encontrasen en Baja California. Y lo que es más grave, ha sido olvidado -conscientemente o no- la forma sutil con la que Portolá fue alejado de toda participación en el Noroeste, lo cual no concuerda con la forma de proceder del visitador, siempre generoso con su séquito siempre dispuesto a mantener y elevar a sus fieles seguidores.

Junípero Serra empieza su obra en California

El 14 de marzo de 1768, Serra y su pequeño grupo de 15 misioneros salieron del puerto de San Blas en el pequeño barco Concepción. Los misioneros llegaron a Loreto, a doscientas millas de la costa este de Baja California, el 1 de abril. Recibieron una calurosa bienvenida por parte de Gaspar de Portolà, a quien se le había ordenado trabajar estrechamente con los misioneros.

Misiones fundadas por Junípero Serra amigo de Gaspar de Portolá
Misiones fundadas por Junípero Serra

El inspector general José de Gálvez había sido enviado a Nueva España con órdenes de organizar el asentamiento de la Alta California. Gálvez comenzó a organizar lo que se conoció como la “Expedición Sagrada”. Se decidió que tres barcos, el San Carlos, el San Antonio y el San José, se dirigieran a la bahía de San Diego. También se acordó enviar dos partidas para realizar un viaje por tierra desde la Baja hasta la Alta California.

El primer barco, el San Carlos, zarpó de La Paz el 10 de enero de 1769. Los otros dos barcos partieron el 15 de febrero. La primera partida por tierra, dirigida por Fernando Rivera Moncada, partió de la Misión San Fernando Rey de España de Velicatá el 24 de marzo. Con él iba el padre Juan Crespi, encargado de registrar los detalles del viaje. También formaban parte del grupo 25 soldados y 42 indios cristianos bajúes.

Gaspar de Portolá dirigió la expedición que llevo a Junípero Serra

La expedición por tierra, dirigida por Gaspar de Portolà, debía incluir a Junípero Serra. Sin embargo, Portolà estaba preocupado por la hinchazón de los pies infectados de Serra y trató de persuadirle para que no acompañara a la expedición: Serra contestó que “confío en Dios que me dará fuerzas para llegar a San Diego y Monterrey”. Para no retrasar la partida, Serra sugirió que Portolà se adelantara. Francisco Palóu comentó: “Se despidió causándome igual dolor por el amor que sentía por él y por la ternura que le debía”.

Serra, acompañado de otros dos, partió el 1 de abril de 1769. “Emprendí desde mi misión y el real presidio de Loreto en California con destino a los puertos de San Diego y Monterey para mayor gloria de Dios y la conversión de los paganos a nuestra santa fe católica”. Registró que “no llevé más provisiones para tan largo viaje que una barra de pan y un trozo de queso”. Llegó a Misson Santa Gertrudis el 20 de abril. Dionisio Basterra, estaba solo en la misión. Al pasar Fernando Rivera Moncada había requisado a su intérprete, sirviente y guardia. Serra permaneció con Basterra durante cinco días.

El 28 de abril, tras dos días de extenuante viaje, Junípero Serra llegó a la Misión de San Borja, donde fue recibido por Fermín Francisco de Lasuén. Serra escribió: “Mi especial afecto por este excelente misionero me detuvo aquí durante los dos días siguientes, que para mí fueron muy agradables por su amable conversación y sus modales.” Aunque estaba en un lugar aislado y con escasez de agua, Lasuen había conseguido convertir a varios cientos de familias indígenas que vivían en la zona.

El 1 de mayo Serra se reunió con Gaspar de Portolà en Santa María. Serra conoció al pueblo cochimí que se había asentado en esta zona. Se asombró de que fueran capaces de sobrevivir en esas condiciones. Había poca agua y prácticamente no había tierra cultivable ni pastos. El 11 de mayo, Serra y Portolà, se dirigieron al norte y llegaron a Velicatá dos días después, donde se encontraron con la avanzadilla de la partida. Serra comentó: “Alabé al Señor, y besé la tierra, dando gracias a la Divina Majestad que después de desearlo durante tantos años, me concedió el favor de estar entre los paganos en su propia tierra”.

“El día 11 de mayo salí de Santa María, la última misión del norte, escoltado por cuatro soldados, en compañía del padre Junípero Serra, presidente de las misiones, y del padre Miguel Campa. Este día avanzamos unas cuatro horas con muy poca agua para los animales y sin ningún pasto, lo que nos obligó a seguir más lejos por la tarde para encontrar alguno. Sin embargo, no había agua”.

Diario de Gaspar de Portolá :

Junípero Serra registró más tarde: “Entonces vi lo que apenas podía empezar a creer cuando lo leí o me lo contaron, es decir, que van completamente desnudos como Adán en el paraíso antes de la caída. Así iban y así se presentaban ante nosotros… Aunque nos veían a todos vestidos, no mostraban, sin embargo, el menor rastro de vergüenza en su forma de desnudarse.”

Fernando Rivera Moncada y su grupo, que incluía a Juan Crespi, llegaron a San Diego el 14 de mayo. Construyó un campamento y esperó la llegada de los demás. El San Antonio, llegó a su destino en cincuenta y cuatro días. El San Carlos tardó el doble y el San José se perdió con todos a bordo. Los marineros de los barcos sufrían de escorbuto y un gran número de ellos había muerto en el viaje.

Junípero Serra dejó al padre Miguel de la Campa para crear una misión en Velicatá y el resto del grupo se trasladó a San Juan de Dios. Ahora tenía serios problemas para caminar: “Sólo con gran dificultad podía mantenerme en pie porque mi pie izquierdo se había inflamado mucho, una condición dolorosa… Ahora esta inflamación ha llegado hasta la mitad de la pierna. Está hinchada y las llagas están inflamadas. Por esta razón los días que estuve detenido allí los pasé la mayor parte en la cama”.

Gaspar de Portolà le rogó que se quedara, pero Junípero Serra insistió en seguir adelante: “Por favor, no hables de eso, pues confío en que Dios me dará fuerzas para llegar a San Diego, como me las ha dado para llegar hasta aquí… Aunque pueda morir en el camino, no me volveré atrás. Pueden enterrarme donde quieran y me dejaré con gusto entre los paganos, si es la voluntad de Dios”. Finalmente se acordó que fuera llevado por el camino por los indios cristianos de Baja California.

Serra recibió tratamiento de uno de los soldados, Juan Antonio Coronel. Calentó un poco de sebo y hierbas verdes del desierto y extendió la mezcla sobre el pie y la pierna de Serra. Más tarde le dijo a Francisco Palóu: “Dios lo hizo (a través de Coronel) y me permitió hacer la caminata diaria como si no tuviera ninguna dolencia. Actualmente mi pie dolorido está tan limpio como el que está bien”.

Portolá salva la vida gracias a Serra

El 26 de mayo, unos indios cristianos de la partida, capturaron a un hombre que les había estado siguiendo por la ruta. Serra ordenó inmediatamente que soltaran al hombre y lo alimentaron con higos, carne, tortillas y atole (una papilla fina de maíz y trigo). Les dijo que se llamaba Axajui y que era miembro de una tribu que planeaba emboscar y matar a los misioneros y soldados. Axajui fue enviado de vuelta para informar a su pueblo del buen trato que había recibido. La estrategia funcionó, ya que se les permitió continuar su viaje sin sufrir daños.

Serra también registró que unos días después se les acercó una pareja de mujeres: “Deseé por el momento no verlas (temiendo que fueran desnudas como los hombres)… Cuando las vi tan decentemente vestidas… No me apenó su llegada… Hablaban con la rapidez y eficacia que este sexo sabe y acostumbra”. Las mujeres ofrecieron a los hombres unas “tortas pastosas” que llevaban en la cabeza.

A medida que la expedición avanzaba durante el mes de junio, el terreno se hacía gradualmente más atractivo. Junípero Serra señaló en Santa Petronilla que la tierra estaba “tan cargada de uvas que es cosa de maravillarse. Creo que con un poco de trabajo para podarlas, las vides producirían mucha y excelente fruta”. El día 20 vieron el Pacífico en la distancia. Esa noche llegaron a las costas de Ensenada. Serra comentó: “Aquí, si se aprovechara bien el agua, se podrían hacer grandes plantaciones y se dispondría de agua suficiente para abastecer una ciudad”. El grupo estaba ahora a sólo 65 kilómetros (40 millas) al sur de San Diego.

El 23 de junio el grupo se encontró con una gran partida de nativos americanos. Serra registra: “La gente era sana y bien construida, afable y de disposición alegre. Eran personas rápidas y brillantes, que repetían inmediatamente todas las palabras en español que escuchaban. Bailaron para la fiesta, ofrecieron pescado y mejillones, y les presionaron para que se quedaran… Todos estábamos enamorados de ellos. En realidad, todos los paganos me han gustado, pero éstos en particular me han robado el corazón”.

José Francisco Ortega, jefe de exploradores de la partida, se adelantó a San Diego. Llegó de vuelta el 28 de junio, con la noticia de que el último tramo del viaje era extremadamente difícil debido a los cientos de barrancos que aún tenían que cruzar. Más tarde, Serra contó a Francisco Palóu que cruzó cada uno de ellos con una oración en los labios. Al llegar a la bahía de San Diego, Serra se reunió con Fernando Rivera Moncada y Portolà, que se habían adelantado.

Portolá llega a San Diego

Junípero Serra recordó más tarde: “Fue un día de gran regocijo y alegría para todos, porque aunque cada uno en su respectivo viaje había pasado por las mismas penurias, su encuentro a través de su mutuo alivio de las penurias se convertía ahora en el material para los relatos mutuos de sus experiencias. Y aunque este tipo de consuelo parece ser el consuelo de los miserables, para nosotros fue la fuente de la felicidad. Así fue nuestra llegada en salud y felicidad y contento al famoso y deseado Puerto de San Diego”.

Gaspar de Portolà fue nombrado gobernador de San Diego. Junípero Serra quedó impresionado con la zona. Como ha señalado Don Denevi, autor de Junípero Serra (1985): “Al reconocer las llanuras cubiertas de hierba alrededor de la colina del Presidio, donde acampó la expedición, los padres observaron que el agua dulce y la tierra cultivable eran abundantes. Los campos podían ser sembrados con grano, frutas y verduras. Los sauces, los árboles populares y los sicomoros salpicaban las orillas del río.

Las vides silvestres, los espárragos y las bellotas crecían en abundancia. Abundaban los ciervos, los antílopes, las codornices y las liebres, así como los más feroces lobos, osos y coyotes. Además de la abundancia de alimentos en tierra, los indios, desde balsas hechas con tules, pescaban lenguado, atún y sardinas y recogían mejillones”.

El camino sigue hacia Santa Bárbara

Portolà y su expedición, formada por el padre Juan Crespi, Fernando Rivera Moncada, José Francisco Ortega, Pedro Fages, sesenta y tres soldados y cien mulas cargadas de provisiones, se dirigieron al norte el 14 de julio de 1769. Portolà llegó al lugar de la actual Los Ángeles el 2 de agosto. Al día siguiente, marcharon a lo que hoy se conoce como Santa Mónica.

A finales de ese mes llegaron a lo que se convirtió en Santa Bárbara, el grupo de Portolà atravesó las montañas de Santa Lucía para llegar a la desembocadura del río Salinas. La niebla oscureció la orilla y, por tanto, no llegaron a la bahía de Monterey. Los hombres habían caminado más de mil millas desde la Misión San Fernando Rey de España de Velicatá.

La expedición llega a la Bahía de San Francisco

Portolà y sus hombres marcharon ahora hacia el norte y llegaron a la bahía de San Francisco el 31 de octubre. Se afirma que José Francisco Ortega, su principal explorador, fue el primer europeo que vio la bahía. Exploró y dio nombre a muchas localidades de la región. Al quedarse sin provisiones y verse obligados a vivir a base de carne de mula, decidieron regresar a San Diego para reabastecerse. Los hombres llegaron de vuelta el 24 de enero de 1770, notablemente, todos los miembros de la expedición habían sobrevivido. Portolà y Juan Crespi habían anotado los lugares en los que se habían alojado, las tribus que habían conocido, los posibles emplazamientos de las misiones y los animales y flores silvestres encontrados.

El inspector general José de Gálvez había enviado órdenes de que su siguiente tarea era localizar la bahía de Monterey. El 16 de abril de 1770, Junípero Serra, salió del puerto de San Diego en el San Antonio. Al día siguiente, la expedición terrestre de Portolà, que incluía al padre Juan Crespi y a Pedro Fages, marchó hacia el norte. José Francisco Ortega quedó al frente de la Misión de San Diego de Alcalá.

Gaspar de Portolá alcanza la Bahía de Monterey

Portolà llegó con éxito a la bahía de Monterey el 24 de mayo de 1770. Se envió una partida de tres hombres para explorar la costa rocosa al sur de la bahía de Carmel. Unos días más tarde el San Antonio llegó a la bahía.

Sello de Gaspar de Portolá
Sello de Gaspar de Portolá

El viaje había sido lento y difícil. En los días siguientes Serra comenzó a planificar la construcción de la Misión de San Carlos de Borromeo, llamada así en honor a San Carlos Borromeo. Portolà dejó atrás a Fages para establecer un asentamiento al que llamaron California Nueva. Durante este tiempo, Fages exploró por tierra la bahía de San Francisco, la bahía de San Pablo, el estrecho de Carquinez y el río San Joaquín.

El 9 de julio de 1770, Portolà navegó desde la bahía de Monterey hasta San Blas en el San Antonio. Dejó a Pedro Fages y cuarenta soldados a cargo del último asentamiento de España. Junípero Serra permaneció en Monterrey. Carlos Francisco de Croix escribió que Serra: “El presidente de esas misiones, que está destinado a servir en Monterrey, afirma de manera muy detallada y con particular alegría que los indios son afables. Ya le han prometido traer a sus hijos para que sean instruidos en los misterios de la santa religión católica.”

Portolá recibe el mando del Regimiento Numancia antes de Morir

En 1776, Portolà fue nombrado gobernador de Puebla. Tras el nombramiento de su sucesor en 1784, se le permitió regresar a España, donde ejerció como comandante del regimiento de dragones de caballería de Numancia. Más tarde fue nombrado Teniente del Rey para las plazas fuertes y castillos de Lérida.

Gaspar de Portolà murió en octubre de 1786 en la ciudad de Lérida tras una vida llena de aventuras.